David Voloj
domingo, 24 de junio de 2007
EL PERSONAJE
Sale de la oficina preocupado. Contarle a Gloria que lo han despedido va a ser todo un drama: volverán a discutir, a gritar, ella lo tratará de inútil, amenazará con abandonarlo una vez más. Es injusto, piensa, más ahora que se habían dado otra oportunidad. Mira hacia el cielo, acaso en busca de alguna respuesta, y una paloma lo caga en la frente. Evidentemente, no es su día.
Al llegar a la casa, escucha ruidos extraños. Lo único que falta, piensa, es que hayan entrado a robar. Sin embargo, en su habitación no se encuentra con ladrones sino con su mujer. Está en la cama, debajo del profesor de yoga que en ese momento se mueve con mayor rapidez, a punto de llegar al clímax. Es un joven musculoso, de brazos tatuados, abdominales de piedra.
–Cómo pudiste hacerme esto, Gloria –murmura.
Su mejor opción es irse de ahí. Si arma una escena de celos, lo más probable es que termine con un ojo morado. Al darse vuelta, patea una caja de preservativos extra large, cosa que le recuerda cierto complejo supuestamente superado en terapia. Quiere salir corriendo, pero resbala en un charco de lubricante íntimo, se golpea la nuca con el filo de la cómoda y pierde el conocimiento.
Despierta dos horas más tarde. Al pie del velador hay una nota en donde Gloria dice que lo deja y que se lleva los ahorros y el perro.
–¡No, Fido, vos no! –solloza.
Va a la cocina pensando que, en cuarenta años, ha estado con tres mujeres y las tres lo engañaron. Victoria con el psicólogo. Justa, con el jardinero. Y ahora Gloria... ¿Por qué? ¡Por qué!, se dice cuando una paloma entra por el ventiluz y le arroja una cagadita teledirigida al ojo.
Entonces tiene una iluminación. Lo que le ocurre es absurdo, ilógico. Su vida es demasiado patética como para ser real. Aunque nunca lo ha interpretado de esa manera, siente que ha dado en el clavo. Sí, lo están manipulando, están jugando con él, como si fuese una marioneta o, mejor dicho...
–Como si fuese un personaje. ¡Eso es! –exclama. ¡Soy un personaje!
Exaltado, va a desnudarse frente al espejo del living. Una deformidad congénita (o lo que él creía que era una deformidad congénita) ha reducido su miembro viril a un tercio de la media normal. ¿Acaso es divertido? ¿Es divertido lo de la calvicie? ¿Y lo del tic nervioso? La grotesca imagen de su cuerpo le parece el fruto de una mente vulgar. Luego de meditar un rato sobre su condición ficticia, llega a otra conclusión: las mujeres de las que se enamoró nunca existieron. Al menos no existieron realmente. Repasa sus nombres: Victoria, Justa, Gloria...
–¡No sos un escritor! –ríe en voz alta. Sos una escritora ¡Cómo no me di cuenta! Con esos nombres, seguro que sos una feminista. ¡Patético recurso, resentida!
El timbre lo extrae de sus divagaciones existencialistas. Al atender la puerta, dos policías irrumpen en la habitación y proceden a detenerlo. Su rostro coincide con el identikit de un violador serial, le explican. En la comisaría, le pintan los dedos y lo encierran en una celda. Los demás presos le arrojan besitos, le dicen piropos obscenos.
–Ninguna escritora es tan cruel –considera sumamente aterrado. Probablemente se trate de... no sé, otra clase de escritor, a lo mejor de un escritor... gay. Sí, podría ser un gay. A ese tipo de gente le gusta describir escenas de sexo grupal, de violaciones...
Temblando, nota que se está refiriendo a los gays en términos de gays, no de mariquitas ni de trolos ni de putos, como haría en otras circunstancias. El detalle le parece típico de la literatura... gay. De repente, una mano se apoya en su hombro.
–No –ruega entre dientes, prometo no hacer más chistes. Hasta puedo, qué sé yo, leer poesía, ir a museos, hacer esas cosas de homosexuales. ¿Viste? Ahora les digo homosexuales. ¿Te das cuenta?, estoy cambiando... Por favor.
–Dejá de llorar –le ordena el oficial. Revisamos tus antecedentes. Te podés ir.
En la calle, las palomas parecen empeñadas en cagarle encima. Se toca la cabeza diciéndose que hay un límite; ya no le interesa si es escritor, escritora o gay: si la novelita sigue así, se va a volver loco. Aunque, ahora que lo piensa, el personaje del loco en la literatura suele ser interesante; casi siempre es un genio, alguien incapaz de adaptarse a las reglas. Pero también es cierto que, a veces, el loco encarna las ideas del autor, y él se niega rotundamente a ser portavoz de semejante degenerado de la palabra.
No señor. Él quiere ser libre. Por eso, cuando regresa a la casa, cierra puertas y ventanas, apaga las luces, se encierra en su habitación y saca el revólver del ropero. Después de revisar la carga, se lo mete en la boca y dispara.
Cuando abre los ojos, Gloria está sentada a su lado.
–¡Te suicidaste por mí! –llora la mujer– Mi amor, mi bebé...
El personaje tiene la mirada perdida. También llora. Esto es inverosímil, una historia de porquería, un insulto para el lector. Nadie se salva de un tiro en la cabeza. ¿Y ahora qué? ¿Quedará paralítico? ¿Con alguna disfunción mental? ¿Qué más, a ver?
–Hablé con Vicky y con Justa –prosigue Gloria, y ellas también te quieren.
Las palabras de su mujer rebotan en sus oídos. Está cansado. La situación se ha tornado insoportable; sea cual fuese el argumento del relato, es una vulgar fantochada.
–Estuvimos hablando con las chicas y queremos hacer una “fiestita”. Cuando te recuperes, ¿entendés? –dice Gloria mientras mete sus manos por debajo de las sábanas.
El personaje duda antes de hablar.
–Ya entiendo –dice después de un tiempo. Querés reconciliarte...
Y, si bien Gloria le jura que reconciliarse con él es lo que más quiere en la vida, el personaje no se dirige a ella, sino al autor.
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