Me llaman por la vereda, unas chicas, un grupo estudiantil animado me llama. Corro, pero no llego, me despierto y me siento, sin creer en lo que creo y sin vivir en lo que siento.
La ventana está abierta, afuera la inmensa oscuridad también me llama y se acerca ofreciéndome el atractivo titilar de las luciérnagas. No, hoy no quiero jugar.
Salto de mi mullido colchón hacia la puerta, está cerrada y no puedo salir. No importa, estoy contenta. Una luna blanca y llena también me llama, le digo que no y trato de alcanzar mi juguete.
“¿En serio?” , me pregunto. “¿Vas a ir?”. “No sé”, me respondo con fingido despecho. “No es nada malo”, me repito, y entiendo que es una trampa, sé muy bien que es otra trampa. Aún así, voy.
Afuera la noche de verano es una delicia, mientras disfruto de una rebanada de misterio corro, sin parar hasta donde la sé que está la luna. El estanque; y el astro chapoteando como si fuera una niña, una beba. Sonrío e imagino a los demás, mirándome jugar con la luna, lanzándola al espacio y atrayéndola otra vez, la mojo y me moja, le hago cosquillas, es mía.
Siento lágrimas amargas y me seco los ojos, sé que no voy a poder resistir mucho, ya hace tiempo que la luna me obliga a estar aquí, en medio del agua helada, congelándome hasta los huesos por el maldito invierno que no escuché venir. Ahora, él se ríe de mí entre dientes, silbando una extraña melodía grotesca. Por unos minutos la luna se distrae, y salgo corriendo. Me tropiezo mientras sigo la música, el viento me eleva y me siento parte de él. “Si me vieran ahora, dentro del viento ... “, y me doy cuenta que es mío.
Pero un extraño cosquilleo en mi estómago me dice que soy suya, y maldigo el momento en que decidí salir a jugar, sólo segundos antes de que me estampe con la pared.
Pamela Meriles